A propósito de la despreocupación por la ortografía, una
docente reconocía hace poco que “Hoy son
los alumnos los que le dictan a la maestra y luego se trabaja sobre ese relato.”
Una admirable metáfora del papel actual del docente: recibir el dictado de los
alumnos. El culto al individualismo y a la libre expresión de niños y jóvenes
hace que, crecientemente, estos y sus padres consideren que todo intento de
enseñarles es una molesta intromisión en sus vidas. Supremos creadores, los
niños no necesitan aprender nada ya que por ser contemporáneos y manejar con destreza
los instrumentos de su tiempo, parecen saberlo todo. En el mejor de los casos
requerirán “orientación” y por eso los maestros se convierten, según el léxico
dominante, en “facilitadores del aprendizaje” o “animadores” como si la escuela
fuera una fiesta en la que los niños necesitan ser entretenidos. Por ejemplo,
si ya saben hablar, ¿para qué enseñarles la lengua? Recibamos el dictado del
infante, escuchémoslo y no lo molestemos pretendiendo que se esfuercen en
aprender reglas que lo único que consiguen es interferir con su “creatividad”.
¿Dictados, leer en voz alta, escritura cursiva en lugar de la básica letra de
imprenta, aprender reglas de ortografía y sintaxis, comprender lo que se lee?
Hace pocas décadas, si bien los niños también hablaban, los mayores no
consideraban una tarea inútil enseñarles estas habilidades que hoy parecen ser
sólo reliquias de un pasado felizmente superado.
Esta caricatura de la visión que sobre la escuela comparte
hoy gran parte de la sociedad, acompañada por las teorías pedagógicas de moda,
explica el desprestigio de la tarea docente. Por eso, mientras no se redefina
el papel de la escuela, la función del maestro seguirá en el centro de ese
conflicto. Muchas sociedades, de regreso de estas tendencias “modernizadoras”,
vuelven a jerarquizar a los docentes y el valor del conocimiento que en ellos
se corporiza. Hasta ahora los maestros han sido personas que conocen algo a
fondo y que transmiten su entusiasmo por eso que saben. Al debilitarse la idea
de que el conocimiento conserva la capacidad de interesar a los chicos, la
figura del docente queda sepultada bajo un alud de términos de una jerga oscura
que justifican el deterioro de su función esencial.
La celebración del Día del Maestro es una oportunidad
propicia para volver a pensar en su tarea, cada día más difícil de desarrollar.
Ha sido y es necesario que los maestros se interesen por los problemas
personales y sociales de sus alumnos pero eso no justifica que se los estimule
a olvidar su función esencial: desarrollar las posibilidades intelectuales de
cada uno de los niños y jóvenes puestos bajo su cuidado. Allí tal vez esté la
clave: cuidar a los chicos mostrándoles lo que pueden ser siempre que estos
tengan la humildad de escuchar, de prestar atención, de dejarse interesar. Sólo
con buenos maestros hay buena educación pero sin niños y jóvenes en disposición
de alumnos, no hay educación posible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario