Existe
un gran consenso “discursivo” sobre el desarrollo profesional del Profesor,
pero hay un abismo entre esa retórica y la realidad. Se ha
creado una verdadera “Industria de los cursos” ¿A quién beneficia? ¿A los
profesores o a esos nuevos “expertos”? ¿Qué hacer entonces? ¿Qué medidas tomar?
¿Cómo organizar la profesión docente?
Un amplio consenso sobre los profesores y su desarrollo profesional
Para preparar este ensayo he recopilado documentación muy
diversa: informes internacionales, artículos científicos, discursos políticos,
documentos sobre la formación de profesores, libros y tesis de doctorado, etc.
Cuando releí este conjunto dispar de materiales producidos por las más diversas
instancias, percibí la utilización recurrente de los mismos conceptos y
lenguajes, de las mismas formas de hablar y de pensar sobre los problemas
relativos a la profesión docente.
Parece que estamos todos de acuerdo en cuanto a los grandes
principios, e incluso con respecto a las medidas que es necesario tomar para
asegurar el aprendizaje docente y el desarrollo profesional de los profesores:
la articulación entre la formación inicial, la inducción y la formación en
servicio, con una perspectiva de aprendizaje a lo largo de toda la vida; una
mayor atención a los primeros años de ejercicio profesional y a la inserción de
profesores jóvenes en los centros educativos; la valoración del profesor
reflexivo y de una formación de profesores basada en la investigación; la
importancia de las culturas colaborativas, del trabajo en equipo, del
acompañamiento, de la supervisión y de la evaluación de los profesores, etc.
Este consenso discursivo bastante redundante y retórico,
al cual todos hemos contribuido, ha sido la tónica dominante en el transcurso de
la última década. No estamos solamente hablando de palabras, sino también de
las prácticas y de las políticas que estas sugieren y determinan.
Hay dos grandes grupos que han contribuido a producir y a
vulgarizar este discurso.
El primer grupo incluye investigadores del área de la formación
de profesores, de las ciencias de la educación y de las didácticas, redes
institucionales y grupos de trabajo diversos. En los últimos quince años, esta
comunidad ha creado un conjunto impresionante de textos que tiene como base el
concepto de profesor reflexivo y que ha provocado un cambio en la
comprensión de los profesores y su formación.
El segundo grupo está compuesto por los expertos que actúan como
consultores o que forman parte de las grandes organizaciones internacionales
(OCDE, Unión Europea, etc.). A pesar de su heterogeneidad, ellos han creado y
difundido a escala mundial prácticas discursivas basadas en argumentos
comparatistas. Su legitimidad se funda, sobre todo, en el conocimiento de las
redes internacionales y de los datos comparados, y no tanto en el dominio
teórico de un área científica o profesional.
Son estos dos grupos, más que los profesores, los que han
contribuido a renovar los estudios sobre la profesión docente. Sin embargo,
cuando hago esta afirmación no puedo dejar de recordar el aviso premonitorio de
David Labaree: los discursos sobre la profesionalización de los docentes
tienden más a mejorar el estatuto y el prestigio de los expertos (formadores de
profesores, investigadores, etc.) que a promover la condición y el estatuto de
los propios profesores.
La inflación retórica sobre la misión de los profesores implica
darles una mayor visibilidad social, con el consiguiente refuerzo de su
prestigio, pero provoca también controles estatales y científicos más
rigurosos, conduciendo así a una desvalorización de sus competencias propias,
así como de su autonomía profesional. Si no atendemos a esta paradoja,
difícilmente comprenderemos algunas de las contradicciones que siempre han
estado presentes en la historia de la profesión docente.
En los últimos años se ha producido una expansión sin precedentes
de la comunidad implicada en la formación de profesores, en particular de los departamentos
universitarios del área de Educación, de los expertos internacionales y también
de la “industria de la enseñanza”, con sus productos tradicionales (libros de
texto, materiales didácticos, etc.), acompañados, en estos tiempos, de una
cantidad notable de recursos tecnológicos e informáticos.
En estos tres ámbitos de acción ha tenido lugar una inflación
discursiva sobre los profesores, pero, sin embargo, estos no han sido los
autores de esos discursos y, en cierto modo, han visto su territorio
profesional y simbólico ocupado por otros grupos. Debemos ser conscientes de
este problema si queremos comprender las razones que han dificultado la puesta
en práctica de ideas y discursos que parecen tan obvios y consensuales.
Permitidme recordar una provocación lanzada hace veinte años y
que me ocasionó algunas contrariedades. En 1991 reaccioné al insulto de Bernard
Shaw añadiéndole dos máximas:
Quien sabe,
hace. Quien no sabe, enseña.
Quien no
sabe enseñar, forma profesores.
Quien no sabe formar profesores, hace investigación educativa.
Procuraba, en un raciocinio ab absurdo, llamar la atención
sobre ciertos excesos que han dado legitimidad, como figuras de referencia, a
expertos y universitarios sin relación con la profesión docente ni con el
trabajo escolar, al tiempo que socavaban la posición de los profesores en su
propio campo profesional, reduciéndolos a un papel secundario en la formación
de profesores y en la investigación educativa.
El exceso de los discursos oculta con bastante frecuencia una
gran pobreza de acciones. Tenemos un discurso coherente, y en muchos aspectos
consensual, pero raras veces hemos conseguido hacer aquello que decimos que es
preciso hacer. En la segunda parte de este ensayo argumentaré sobre la
necesidad de construir políticas que refuercen la posición de los profesores,
sus saberes y campos de actuación, que valoren las culturas docentes y que no
transformen la enseñanza en una profesión dominada por los universitarios, por
los expertos o por la “industria de la enseñanza”.
¿Cómo hacer aquello que decimos que es preciso hacer?
¿Qué será necesario hacer para dar coherencia a nuestros
propósitos, para materializar en la práctica el consenso que se viene
elaborando en torno al aprendizaje docente y al desarrollo profesional? Quizá
sea posible señalar tres medidas que, aun estando lejos de agotar las
respuestas posibles, pueden ayudar a superar muchos de los dilemas actuales.
Primera medida: es necesario incorporar la formación dentro de la profesión
de profesor
La frase que he elegido como subtítulo -es necesario incorporar
la formación dentro de la profesión de profesor- suena de modo extraño. Al
recurrir a esta expresión quiero subrayar la necesidad de que los profesores
desempeñen un papel predominante en la formación de sus compañeros. No se
producirá ningún cambio significativo si la “comunidad de los formadores de
profesores” y la “comunidad de los profesores” no se vuelven más permeables y
entrelazadas. El ejemplo de los médicos y de los hospitales universitarios y la
manera como está concebida su preparación en las fases de formación inicial, de
inducción y de formación en servicio quizá nos puedan servir de inspiración.
En este sentido merece la pena hacer referencia a una cuestión
recientemente señalada por Lee Shulman en Una propuesta inmodesta7. Dicho autor
explica que en una ocasión acompañó a un grupo de estudiantes y profesores de
un hospital universitario en su rutina diaria. El grupo observó a siete
enfermos, estudiando cada caso como una “lección”. En cada visita se realizaba
un informe sobre el paciente, un análisis de la situación, una reflexión
conjunta, un diagnóstico y una terapia. Al final, el médico responsable debatía
con los internos (alumnos más avanzados) sobre la forma como había transcurrido
la visita y los aspectos que deberían ser corregidos. A continuación se realizó
un seminario didáctico sobre la función pulmonar. El día terminó con un debate
más amplio sobre la realidad del hospital y sobre los cambios de organización
que era necesario introducir para garantizar la calidad de los cuidados
sanitarios. Lee Shulman escribe que vio reflexionar de forma colectiva a una
institución sobre su trabajo, movilizando conocimientos, voluntades y
competencias. Y afirma que este modelo constituía no solo un importante proceso
pedagógico, sino también un ejemplo de responsabilidad y de compromiso. En este
hospital la reflexión compartida no es una mera palabra. Nadie se resigna con
el fracaso. Existe una implicación real en la mejora y en el cambio de las
prácticas hospitalarias.
Abogo, pues, por un sistema semejante para la formación de
profesores:
1) estudio profundo de cada caso, sobre todo en las situaciones
de fracaso escolar;
2) análisis colectivo de las prácticas pedagógicas;
3) empeño y persistencia profesional para responder a las
necesidades y deseos de los alumnos;
4) compromiso social y voluntad de cambio.
A decir verdad, no se pueden escribir textos y más textos sobre
la praxis y el practicum, sobre la phronesis y la prudentia
como referentes del saber docente, ni sobre los profesores reflexivos,
si no concretamos una mayor presencia de la profesión en la formación.
Es importante asegurar que la riqueza y la complejidad de la
enseñanza se tornen visibles desde el punto de vista profesional y científico,
y que adquieran un estatuto idéntico al de otros campos de trabajo académico y
creativo. Y al mismo tiempo es esencial reforzar los dispositivos y las
prácticas de formación de profesores a partir de una investigación centrada en
la actividad docente y el trabajo escolar.
No se trata -huelga decirlo- de defender perspectivas de
mitificación de la práctica o de modalidades de anti-intelectualismo en la
formación de profesores. Pero de lo que sí se trata es de afirmar que nuestras
propuestas teóricas solo tienen sentido si se construyen dentro de la
profesión, si los profesores las hacen suyas a partir de una reflexión sobre su
propio trabajo. Mientras sean solamente exigencias del exterior, los cambios
que tendrán lugar en el interior del campo profesional docente serán muy
pobres.
Segunda medida: es necesario promover nuevos modelos de organización de
la profesión
La segunda medida que propongo incide sobre la necesidad de
promover nuevos modelos de organización de la profesión. Buena
parte de las propuestas teóricas resultan inviables si la profesión continúa
marcada por fuertes tradiciones individualistas o por rígidas regulaciones
externas, sobre todo burocráticas, fenómenos que se han ido acentuando en los
últimos años.
Cuanto más se habla de la autonomía de los profesores, más se
controla su actividad por parte de instancias diversas. Esto conlleva una
disminución de los márgenes de libertad y de independencia. El aumento
exponencial de dispositivos burocráticos en el ejercicio de la profesión no
debe ser visto como una simple cuestión técnica o administrativa, sino como la
emergencia de nuevas formas de gobierno y de control de la profesión.
La colegialidad y las culturas colaborativas no se imponen por
vía administrativa o por decisión superior. El ejemplo de otras profesiones -como
médicos, ingenieros o arquitectos- puede inspirar a los profesores. La forma
como se han construido las asociaciones entre el mundo profesional y el mundo
universitario, o como se han creado procesos de integración de los más jóvenes,
o como se ha concedido una gran centralidad a los profesionales más
prestigiosos, o como estos se han predispuesto a prestar cuentas públicas de su
trabajo son ejemplos a los cuales vale la pena mirar con atención.
No es posible colmatar el foso que existe entre los discursos y
las prácticas si no hay un campo profesional autónomo, suficientemente rico y
abierto. Hoy, en una época tan cargada de referencias al trabajo cooperativo de
los profesores, es sorprendente comprobar la fragilidad de los movimientos
pedagógicos que desempeñaron a lo largo de décadas un papel tan decisivo en
la innovación educativa. Estos movimientos, la mayoría de las veces basados en
redes informales y asociativas, son espacios insustituibles en el aprendizaje
docente y en el desarrollo profesional.
Pat Hutchings y Mary Taylor Huber tienen razón cuando alegan la
importancia de reforzar las comunidades de práctica, es decir, un
espacio conceptual construido por grupos de educadores comprometidos con la
investigación y la innovación, en el cual se discuten ideas sobre la enseñanza
y el aprendizaje y se elaboran perspectivas comunes sobre los desafíos de la
formación personal, profesional y cívica de los alumnos.
A través de los movimientos pedagógicos o de las comunidades de
práctica se refuerza un sentimiento de pertenencia y de identidad profesional
esencial para que los profesores se apropien de los procesos de cambio y los
transformen en prácticas concretas de intervención. Es esta reflexión colectiva
la que da sentido a su desarrollo profesional.
Pero nada se conseguirá si no se modifican las condiciones
existentes en las escuelas y las políticas públicas con relación a los
profesores. Es inútil reclamar más reflexión si no hay una organización de los
centros educativos que la
facilite. Es inútil reivindicar una formación mutua,
colaborativa, si la definición de las carreras docentes no es coherente con
este propósito. Es inútil proponer una mejora de la cualificación de los
profesores, basada en la investigación y en asociaciones entre escuelas e
instituciones universitarias, si las normativas legales persisten en dificultar
esta aproximación.
Las preguntas se suceden. ¿No será que hoy día muchos profesores
son menos reflexivos -por falta de tiempo, por falta de condiciones, por exceso
de material didáctico pre-preparado, por deslegitimación frente a los
universitarios y a los expertos- que muchos de sus colegas que ejercieron la
docencia en un tiempo en que todavía no se hablaba del “profesor reflexivo”? En
una palabra, no vale la pena continuar insistiendo en intenciones que no se
plasmen de un modo concreto en compromisos profesionales, sociales y políticos.
Tercera medida: es preciso reforzar la dimensión personal y la presencia
pública de los profesores
En 1984 Ada Abraham escribió ese hermoso libro, L’enseignant
est une personne, que se convirtió en un símbolo de diversas corrientes de
investigación sobre los profesores. Sin embargo, y a pesar de los enormes
avances en este dominio, es preciso reconocer que todavía falta elaborar
aquello que designaría como una teoría de la persona-profesor que se
inscribe en el interior de una teoría de la profesión-profesor. De lo que se trata es de construir un autoconocimiento en el interior del
conocimiento profesional y de captar el sentido de una profesión que no cabe
solamente en una matriz técnica o científica. En este punto se está tocando
algo de inefable, pero que está en el meollo de la identidad profesional
docente.
Este esfuerzo conceptual es decisivo para comprender la
especificidad de la profesión docente, pero también para construir caminos
significativos de aprendizaje a lo largo de la vida. Recuerdo a
Bertrand Schwartz, en un texto escrito hace más de cuarenta años: la educación
permanente empezó siendo un derecho por el cual lucharán generaciones de
educadores, luego se transformó en una necesidad y hoy día se ve como
una obligación.
El aprendizaje a lo largo de la vida se justifica como derecho de
la persona y como necesidad de la profesión, pero no como obligación o
imposición. La crítica de Nikolas Rose a la emergencia de un nuevo conjunto de
obligaciones educativas merece ser recordada: “Al nuevo ciudadano se le obliga
a implicarse en un trabajo incesante de formación y reformación, de adquisición
y readquisición de competencias, de aumento de las certificaciones y de
preparación para una vida de búsqueda permanente de un empleo: la vida se está
convirtiendo en una capitalización continua del yo”.
Muchos programas de formación continua han resultado inútiles,
sirviendo solamente para complicar una situación cotidiana docente ya de por sí
muy exigente. Es necesario rechazar el consumismo de cursos, seminarios y
actividades que caracteriza el actual “mercado de la formación”, siempre
alimentado por un sentimiento de “desactualización” de los profesores. La única
salida posible es la inversión en la construcción de redes de trabajo colectivo
que sean el soporte de prácticas de formación basadas en la colaboración y en
el diálogo profesional.
La formación puede reforzar la presencia pública de los
profesores. Recurro a Jürgen Habermas y a su concepto de “esfera pública de
acción”. En el caso de la educación, esta esfera se ha ampliado
considerablemente en los últimos años, pero paradójicamente también aquí se ha
notado la falta de los profesores. Se habla mucho de las escuelas y de los
profesores. Hablan los periodistas, los columnistas, los universitarios, los
expertos. No hablan los profesores. Hay una ausencia de los profesores,
asistimos a una suerte de silencio de una profesión que ha perdido visibilidad
en el espacio público.
Hoy día se impone una apertura de los profesores al exterior.
Comunicar con la sociedad es también responder ante la sociedad. Posiblemente
la profesión se volverá más vulnerable, pero esta es la condición necesaria
para afirmar su prestigio y su estatuto social. En las sociedades
contemporáneas, la fuerza de una profesión se define en gran medida por su
capacidad de comunicación con el público.
A lo largo de este capítulo he evitado ser redundante en la
afirmación de principios que me parecen a día de hoy muy consensuales. He
procurado más bien transmitir sin rodeos mi opinión sobre la distancia que
separa el exceso de los discursos de la pobreza de las acciones y de las
prácticas. La conciencia aguda de este “foso” nos invita a encontrar nuevos
caminos para una profesión que al comienzo del siglo XXI vuelve a adquirir una
gran relevancia pública.
Nos falta quizá, como dice Ann Lieberman, tener la valentía de
empezar: “A pesar de la urgencia, es necesario que las personas posean el
tiempo y las condiciones humanas y materiales para ir más lejos. El trabajo de
formación debe estar cerca de la realidad escolar y de los problemas que viven
los profesores. Y esto es lo que no hemos hecho”.
Es preciso empezar. Parece que todos sabemos lo que debe ser
hecho para construir el futuro de la profesión docente, pero tenemos dificultad
en dar pasos concretos en ese sentido. Por eso he querido que este ensayo
girase en torno a la pregunta: ¿el futuro aún tardará mucho tiempo?
Extraído de
Profesores: ¿el futuro aún tardará mucho tiempo?
António Nóvoa
En: Aprendizaje y desarrollo profesional docente
Consuelo Vélaz de Medrano
Denise Vaillant
Coordinadoras