El autor de la nota es, Daniel Filmus, actual Senador Nacional y ex Ministro de Educación de la Argentina. Director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) y profesor titular de la Universidad de Buenos Aires, Argentina. Resulta de interés el documento ya que se da en un marco de fuerte lucha social en torno a la distribución de bienes económicos y culturales en toda América Latina (o tal vez se de a nivel planetario)
Distintos autores han destacado que cuando nos referimos a la gobernabilidad estamos utilizando un concepto polisémico: «término que adquiere una connotacion imprecisa y ambigua» (Alcántara Saez, 1994: 16), «que mueve inevitablemente a la confusión» (Rojas Bolaños, 1995: 21); «palabra atrapatodo» (Flisfish, 1989: 113) o «concepto elusivo» (Tomassini, 1995: 18). No sólo no existe consenso acerca del uso del término, sino que en distintas ocasiones es utilizado en sentido marcadamente opuesto. En este marco, cualquier acercamiento al análisis de la relación entre educación y gobernabilidad democrática exige una breve aproximación al debate existente acerca de este último concepto y una explicitación acerca del significado que le daremos al mismo en el presente artículo.
Acerca del concepto de gobernabilidad
El origen de la utilización reciente del término gobernabilidad está íntimamente vinculado a su inclusión como problema a abordar por la Comisión Trilateral durante la década de los años 70. Esta inclusión es el resultado de la constatación de un incremento en la insatisfacción y desconfianza que provoca el funcionamiento de las instituciones democráticas en los países desarrollados. La Comisión Trilateral adopta una interpretación claramente conservadora del concepto de gobernabilidad al asociarlo principalmente con una sobrecarga de demandas sociales frente al Estado (Huntington y otros, 1975). Desde esta interpretación la ingobernabilidad está asociada, por un lado, a la falta de eficacia de los Estados para responder a los crecientes reclamos de la sociedad en el marco de las condiciones económicas existentes, y, por otro, a la pérdida de confianza de la ciudadanía hacia los políticos y las instituciones democráticas al no encontrar cumplidas sus demandas (Rojas Bolaños, 1995).
La esencia conservadora de esta postura está reflejada en la idea de que es la ampliación de la democracia la que, al permitir la articulación de mayores demandas de la sociedad civil frente al Estado, se deslegitima como sistema: «La democracia, según este razonamiento, cuando se profundiza, alimenta ofertas y demandas, vuelve ingobernable a la sociedad. La pérdida de confianza entre los electores y sus partidos, entre la ciudadanía y las políticas estatales [...] produce estados de ingobernabilidad. Y como este tipo de sociedades no limita la participación popular, el resultado es una desconfianza hacia la democracia misma [...]» (Torres Rivas, 1993: 92). Desde la perspectiva de la Trilateral, gobernabilidad y democracia parecen ser dos términos contradictorios: «...un exceso de democracia significaría un déficit de gobernabilidad; una gobernabilidad fácil sugiere una democracia deficiente...» (Rojas Bolaños, 1995: 24). Por otra parte, desde esta visión, el único protagonista capaz de crear condiciones de gobernabilidad es la elite gobernante a partir de una determinada ingeniería social, de modificaciones en el nivel procedimental de los sistemas políticos o de apelar a la ayuda de mass media a efectos de incrementar los niveles de legitimidad.
De esta manera, las estrategias que se proponen frente a esta situación también conllevan una impronta conservadora: disciplinar a través de mecanismos ideológicos o coercitivos a la sociedad, a fin de limitar su capacidad de demanda. Como veremos más adelante, el aporte que la educación puede brindar en el marco de este concepto de gobernabilidad se encuentra asociado únicamente a su función socializadora e ideológica en torno a legitimar un orden social establecido.
Estas perspectivas son retomadas para América Latina en los años 90, a partir de los documentos elaborados por los organismos de financiamiento internacional, en particular el Banco Mundial y el BID. Probablemente los documentos Governance and Development (1992) del Banco Mundial y Gobernabilidad y Desarrollo. El estado de la cuestión (1992) del BID, han jugado un papel fundamental en la reaparición del concepto en la arena de la política y las ciencias sociales de la región. Recuperada la institucionalidad democrática y habiendo desaparecido (al menos momentáneamente) los enemigos «externos» del sistema, los problemas de gobernabilidad se visualizan principalmente como deficiencias del propio Estado y del sistema político. Por otra parte, la preocupación por el uso eficiente y transparente de la asistencia financiera internacional lleva a incorporar a la idea de gobernabilidad los conceptos de «rendición de cuentas» o responsabilidad (accountability), predictibilidad, honestidad, etc.
De cualquier manera, esta recuperación del concepto de gobernabilidad en el inicio de los años 90 no alcanza a superar una versión restringida y elitista que acota el concepto a un problema de eficacia administrativa o de buena conducción y gerenciamiento del aparato de gobierno. Continúan siendo las decisiones estatales el factor dinámico y casi excluyente en torno al cual se definen las condiciones de legitimidad y eficacia. De este modo se dejan de lado el conjunto de factores sociales y el contexto internacional que producen las condiciones efectivas para la gobernabilidad.
Las perspectivas alternativas
Estas concepciones han provocado el surgimiento de diferentes perspectivas que, principalmente desde el mundo académico, alertan sobre el uso restringido del concepto y plantean el debate en torno a la participación de los distintos actores sociales en función de la creación de las condiciones que hagan propicia la gobernabilidad democrática. Como señala L. Tomassini (1995:11): « Tan grave como ignorar el problema de la gobernabilidad sería enfocarlo en forma equivocada o restringida. Existe la tentación de circunscribir el problema al mejoramiento del gobierno y de su capacidad de manejar el proceso de desarrollo económico y a maximizar la eficiencia del sector público. Invertir ideas y recursos solamente en estos temas, sin analizar las condiciones de las cuales realmente depende la estabilidad del gobierno, su capacidad de ejercer funciones y la viabilidad del sector público, sería como arar en el mar...». En esta dirección, Tomassini y otros autores, como Schmitter y Coppedge (1993), Lechner (1995), Arbós y Giner (1993) y los ya citados Flisfish, Rojas Bolaños, Torres Rivas y Alcántara Saez incorporan una visión más integrada del concepto de gobernabilidad, presentándolo como un fenómeno sistemático. De esta manera también se incluyen en un lugar privilegiado las variables vinculadas a la relación del Estado con el conjunto de organismos económicos y poderes públicos y la interacción con los actores de la sociedad civil organizada, la economía y el mercado. Estas interacciones aparecen como fundamentales para desarrollar la posibilidad de formar «consensos o mayorías estabilizadoras». Así la gobernabilidad deja de ser un asunto de ingeniería en el ámbito de la cúpula del Estado para pasar a ser un proceso más complejo donde deben interactuar un conjunto de actores: «[...] por lo tanto la gobernabilidad democrática no es solo el producto de la capacidad de un gobierno para ser obedecido por sus propios atributos (transparencia, eficacia, accountability), sino de la capacidad de todos los actores políticos estratégicos para moverse dentro de determinadas reglas de juego -una especie de concertación-, sin amenazas constantes de ruptura que siembren la incertidumbre en el conjunto de la sociedad...» (Rojas Bolaños, 1995).
En este punto también es sustancial señalar una distinción que, para el caso de las condiciones particulares de los países latinoamericanos, no es menor. Esta distinción hace referencia a las perspectivas que absolutizan el papel de la voluntad de los actores en torno al mantenimiento de un equilibrio inestable, que se ajusta periódicamente a través de mecanismos previstos institucionalmente, y aquéllas que priorizan las condiciones socioeconómicas necesarias para alcanzar un grado delegitimidad (no solo de legalidad) que permita la gobernabilidad democrática. Las primeras perspectivas, aun incorporando al análisis de las condiciones de gobernabilidad los mecanismos de articulación entre Estado y sociedad civil, enfatizan principalmente los aspectos vinculados al espacio político-institucional. Desde esta visión, la gobernabilidad estaría cuestionada sobre todo por la «crisis de representatividad» que hoy viven nuestras sociedades. Esta crisis, si bien no ha afectado aún a la credibilidad en el sistema democrático, ha comenzado a cuestionar los procedimientos utilizados para la elección de los representantes, a los partidos políticos y a los propios políticos como grupo que prioriza sus propios intereses antes que los de sus representados (Urzúa, 1996; García Delgado, 1994). Por otra parte, y como señala G. O’Donnell (1996:87), en muchas de las sociedades latinoamericanas «[...] los individuos solo son ciudadanos en relación con la única institución que funciona en forma parecida a lo que prescriben sus reglas formales: las elecciones [...]». El fortalecimiento de la gobernabilidad requeriría, entonces, tanto del desarrollo de mecanismos alternativos de participación política de la población como de la profundización de una cultura política que permitiera ejercer una ciudadanía plena.
En las concepciones mencionadas en segundo término, en cambio, la idea de eficacia es incorporada en un doble sentido. Por un lado, en referencia a la competencia técnica y administrativa del gobierno a los efectos de aumentar su racionalidad. Por otro, en dirección a respetar los compromisos electorales y demostrar voluntad política para atender los problemas que surgen de las históricas y actuales situaciones de pobreza y exclusión social (Torres Rivas, 1993).
La coetaneidad de los procesos de democratización, de reforma del Estado y de ajuste económico que están viviendo los países de la región, colocan a esta problemática en un lugar central. La desvinculación entre «[...] una reforma del Estado que apunta principalmente a una racionalidad económica, sin ninguna referencia al régimen democrático [...]» (Lechner, 1995:153) y los procesos de democratización, pone en peligro la gobernabilidad democrática entendida en un sentido integral. Esta tensión fue oportunamente planteada por F. Calderón y M. dos Santos (1992: 191) en sus tesis acerca de un nuevo orden estatal en América Latina: «Si los gobiernos y otros actores sociopolíticos buscan democratización sin modernización del Estado se generará ingobernabilidad. Si los gobiernos privilegian una modernización del Estado orientada mecánicamente por el objetivo de reducir el gasto público pueden llegar a desnaturalizar el régimen democrático [...]». La misma tensión también fue planteada con crudeza por otro tipo de perspectivas: «[...] en el mismo momento en que nos empeñamos en consolidar la democracia debemos estar preparados para medidas económicas que implican un costo social elevado que colocan en cuestión la propia democracia [...] la esperanza de la izquierda es distribuir los sacrificios valiéndose de un criterio basado en la justicia social...» (Weffort, 1993: 192).
De esta manera, el doble sentido adjudicado al concepto de eficacia resulta imprescindible para garantizar la gobernabilidad democrática. Las tendencias a la exclusión social que se manifiestan tanto desde las transformaciones macroeconómicas y del Estado como desde el propio mercado laboral a partir de la introducción de nuevas tecnologías y procesos productivos, sólo pueden ser neutralizadas por políticas estatales dirigidas a «[...] establecer nuevas formas de cohesión e integración social, es decir, para construir un nuevo orden que sea capaz de disminuir las desigualdades objetivas que dividen actualmente la sociedad iberoamericana y aumentar la igualdad de oportunidades...» (OEI, 1996: 9).
Sintetizando, frente a las perspectivas originales de cuño conservador que limitan la problemática de la gobernabilidad al desarrollo de estrategias elaboradas desde la cúpula del Estado en dirección a contener las demandas sociales y canalizar los conflictos sin que ellos amenacen la estabilidad del sistema socioeconómico y político (Garretón, 1993), en los últimos años se ha alumbrado otro concepto de gobernabilidad democrática. Este concepto plantea una perspectiva integral y no restringida del binomio legitimidad-eficacia. Al mismo tiempo, coloca en un lugar central la necesidad de construcción permanente de la gobernabilidad democrática a partir de una nueva articulación entre el Estado y la sociedad civil, otorgándole a esta última un papel irremplazable: «[...] gobernabilidad es equivalente al desarrollo de un marco democrático que suponga amplia participación de sectores populares en la resolución de los problemas que plantea la crisis y la reestructuración productiva y societal [...]» (Rojas Bolaños, 1995: 40). Por otra parte, una visión integral del binomio anteriormente mencionado implica entender la legitimidad tanto como la capacidad del régimen de promover actitudes positivas hacia el sistema político (considerado como merecedor de apoyo), como para crear estrategias para el ejercicio de una ciudadanía plena, sin exclusiones. Eficacia entendida tanto como el incremento de los niveles de racionalidad y eficiencia del Estado en torno a su funcionamiento y puesta en práctica de las políticas públicas, como en dirección a garantizar crecientes niveles de justicia social y de disminución de la pobreza y la marginalidad.
Esta perspectiva también implica dejar de lado la idea de que existe sólo un factor dinámico en la construcción de las condiciones para la gobernabilidad democrática. Exige volver la vista hacia el conjunto de los actores sociales y apostar a la capacidad de organización y de articulación de demandas como mecanismos para posibilitar la participación ciudadana más allá del voto y del control de la gestión pública que presuponen las estrategias que proponen el concepto de accountability. La preocupación por el fortalecimiento de la sociedad civil pasa a desempeñar un rol fundamental dentro de este concepto de gobernabilidad.
Fuente
http://www.rieoei.org/oeivirt/rie12a01.htm
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