¿Cuál es el mandato social manifiesto para la Educación? ¿Qué imagen del docente es la que circula? ¿Qué fundamentos tienen estas opiniones? ¿Tienen capacidad de autocrítica los docentes? ¿Qué clase de acosos sufre la Educación pública? ¿Cómo reconsiderar la mirada hacia los trabajadores de la Educación?
Está claro: la educación funciona bastante mal en casi todo
el planeta. Las consecuencias de semejante descalabro se pueden observar por
todos los sitios. Eso es lo que suponemos.
Vivimos en un mundo en crisis y la educación está llamada a
redimirnos, a romper las cadenas que nos unen al atraso, a salvarnos de la
adversidad, a empujarnos a un futuro de felicidad y bienestar. Falla la
educación y la crisis se expande, multiplicándose, inventándose día a día en
sus más variadas facetas: crisis económica, crisis de confianza, crisis institucional,
crisis del modelo (o modelo de crisis), crisis política, crisis social, crisis
cultural, crisis familiar, crisis de valores, crisis de abundancia y crisis
escasez, crisis por el conformismo y por la insatisfacción, crisis por los
excesos de los ricos y por el exceso de pobres, crisis del mundo del trabajo y
crisis de un mundo sin trabajo, crisis de la infancia, de la juventud y de la
ancianidad, crisis de la vida adulta, crisis en los estadios y en los
santuarios, crisis de los vínculos, de los sentidos y de los sentimientos, de
los afectos y de la subjetividad, crisis, al fin, crisis por todos lados.
Está claro: la crisis del mundo se reproduce y amplifica por
la crisis de la
educación. Eso es lo que suponemos.
Así las cosas, mientras no se encuentra el remedio, al
menos, se pueden encontrar los culpables. En el Norte y en el Sur, la respuesta
es siempre la misma: la educación funciona mal porque los docentes están mal
preparados, carecen de las competencias necesarias para hacer de los niños y
niñas sujetos emprendedores y competitivos, ciudadanos activos y responsables,
consumidores criteriosos (u obsecuentes); porque los docentes son poco adeptos
al esfuerzo, corporativos en sus prácticas organizativas y profundamente
perezosos.
Los docentes suelen ser presentados como una versión moderna
de Rip Van Winkle, el personaje del relato de Washington Irving publicado en
1819. Un hombre que tratando de huir de su insoportable esposa se queda dormido
bajo un árbol durante veinte años y, cuando regresa a su aldea, piensa que todo
continúa como estaba dos décadas atrás.
Desactualizados, desinformados, dormilones y adeptos a la
vagancia, los docentes son identificados por burócratas y tecnócratas,
comunicadores y comunicados, padres y madres, políticos y gestores, gente de
derechas y gente de izquierdas, hombres de negocios y hombres cuyo trabajo
enriquecen los negocios de unos pocos hombres, dirigentes y dirigidos; por la
sociedad, en suma, como los responsables de haber sembrado el vientre de todas
las crisis, la crisis educativa.
No deja de ser sorprendente la unanimidad que concita la
docencia para atraer, contra sí, las iras, los arrebatos, el furor y la
indignación de todos los que se aventuran a opinar sobre el presente y el
futuro de la educación. Y
sobre el presente y el futuro de la educación se aventura a opinar todo el
mundo. En definitiva, parecería ser que el haber pasado por la escuela nos
brinda los conocimientos necesarios para formular un diagnóstico preciso del
estado de nuestros sistemas educativos y observar el casi siempre pésimo
desempeño de los docentes en las salas de clase. Haber ido a la escuela o tener
un hijo en edad escolar nos aporta, sin lugar a dudas, un conocimiento
importante sobre el funcionamiento del sistema educativo y una opinión sobre la
calidad del trabajo de quienes educan a las nuevas generaciones. Lo que
sorprende es que, con llamativa frecuencia, esa experiencia se des-subjetiviza
y pasa a ser considerada el fundamento de un diagnóstico riguroso y de
precisión matemática para determinar las causas y soluciones a la crisis
escolar que estamos viviendo.
Haber estado enfermos nos aporta una valiosa experiencia
sobre el dolor y la
enfermedad. También, un gran bagaje de opiniones sobre el
desempeño de los médicos que nos atienden o atienden a nuestros seres queridos.
Entre tanto, aunque todos nos hemos enfermado alguna vez en la vida, son pocos
los que aceptarían que esa experiencia es suficiente como para determinar los
fundamentos y las prácticas de las políticas públicas de salud a escala global.
Nadie negaría que para opinar sobre la salud pública hay que saber algo más que
tomar la fiebre a un niño. Entre tanto, para opinar sobre la política educativa
solo hay que haber ido a la escuela o, simplemente, imaginar lo que ocurre
todos los días en nuestras salas de clase. Para opinar sobre las políticas
públicas de salud hay que haber estudiado el tema. Para opinar sobre educación
basta con leer el periódico o escuchar a un especialista en banalidades que,
con superficialidad pasmosa, dice lo que piensa sobre una institución y un
enorme número de trabajadores y trabajadoras que sospecha conocer, apoyándose
simplemente en la fuerza mistificadora del sentido común. A los médicos se los
respeta, a los docentes, no.
La unánime opinión negativa sobre la docencia se refuerza
con los resultados de pruebas, encuestas e investigaciones que confirman
supuestamente que los docentes son, por definición y de manera general, unos
ineptos. No hay nada parecido a las pruebas PISA en el mundo de la medicina. Tampoco,
en el mundo de la ingeniería, de la política, en el mundo empresarial o
deportivo. Hay, es verdad, campeonatos de todo tipo en el mundo de hoy. Sin
embargo, no porque la selección de Holanda nunca haya ganado el mundial de
fútbol, alguien diría que los jugadores del equipo holandés son poco
profesionales, incapaces, haraganes o indolentes.
Quienes eligen la profesión docente se enfrentan siempre a
un designio esquizofrénico, un mandato perverso que la sociedad les atribuye de
forma siempre contradictoria. A ellos se les encomienda la difícil tarea de
salvar la nación, de revertir las herencias del atraso. Al mismo tiempo, por no
ejercer ese papel, se los desvaloriza y humilla cotidianamente, en una especie
de amnesia de génesis que borra las causas de todas las crisis, poniéndolas en
la mochila de los trabajadores y trabajadoras de la educación.
Una encuesta realizada en varios países de Latinoamérica
puso de relevancia que la gente valoriza enormemente el papel de los docentes
para mejorar nuestras sociedades, pero la gran mayoría de las personas no desea
que sus hijos se dediquen a la docencia, por tratarse de un trabajo ingrato,
mal pagado y ejercido por personas sin la debida preparación.
Trato de resistir a la tentación de aclarar que en la
docencia hay, en efecto, pésimos trabajadores y trabajadoras. Se trata de una
aclaración que reafirma la discriminación que sufren cotidianamente los
docentes. Hay maestros y maestras malos, incompetentes y displicentes, claro.
Como hay médicos malos, políticos malos, empresarios malos, obispos malos,
policías malos y hasta Premios Nóbeles de Economía malos, malísimos. Cuando
defendemos a los docentes, parecemos estar siempre obligados a hacer la salvedad
que sabemos que hay personas que ejercen la docencia sin la menor condición de
hacerlo. No pienso hacer esta aclaración aquí.
Defiendo a los docentes porque creo que la docencia es una
profesión que se ejerce, en la mayoría de los casos, por personas que aman su
trabajo, que dedican un esfuerzo enorme a sus tareas, que tratan de múltiples
formas de mejorar, de capacitarse y de formarse para ser, cada día, mejores;
personas que respetan profundamente a los niños, las niñas, los jóvenes y los
adultos que educan; personas que, como casi todas las que existen en este
planeta, despiertan cada día para cumplir su jornada dignamente, para ayudar
con su labor a construir un mundo mejor. Deberíamos pensar en esto cada vez que
los humillamos y descalificamos con diagnósticos precipitados que los
transforman en la bolsa de entrenamiento de una tropa de pugilistas que aspiran
a que sus puñetazos entorpezcan la mirada de la gente común.
Defiendo a los docentes, particularmente a los que ejercen
la docencia en las escuelas públicas, porque creo que la enorme mayoría de los
trabajadores y trabajadoras de la educación son diferentes a ese colectivo
indolente que retrata buena parte de la prensa y los más diversos
“especialistas” que afirman que vivimos una debacle educativa que nos llevará a
la ruina. Los
defiendo porque creo que la lista de los responsables de llevarnos a la ruina
no comienza hoy, como nunca ha comenzado, en las instituciones donde se
construye, cada día, el futuro de nuestra infancia.
No deja de ser cierto que los docentes, a diferencia de
otras profesiones, suelen ejercer de manera tortuosa una especie de
corporativismo invertido. A pesar de las acusaciones de que los trabajadores de
la educación sólo defienden sus intereses y ocultan sus problemas bajo
estrictos secretos de sumario, la docencia suele ser una profesión que se
muestra públicamente mucho más adepta a evidenciar sus errores que a
disimularlos. Por ejemplo, los congresos, simposios y foros profesionales
docentes son, en su gran mayoría, eventos en los que se discuten los problemas
de la práctica magisterial, los errores cometidos en el aula y la necesidad de
mejorarlos; los defectos y no las virtudes de la profesión; los retrocesos y no
los avances en el desempeño pedagógico. Puede consultarse la programación de
cualquiera de los congresos de docentes que se hayan realizado en su ciudad,
para verificar que quienes ejercen la docencia se critican a sí mismos mucho
más de lo que los critican sus crueles calumniadores externos. ¿Qué tipo de
corporativismo es éste en el que quienes ejercen una profesión se muestran por
lo que les falta y no por lo que los caracteriza? Los congresos de educación
suelen estar dedicados a poner en evidencia una visión muy crítica o
autocrítica de la práctica escolar.
Nada de esto ocurre en otras profesiones. Los médicos se
reúnen en congresos para discutir los avances y las buenas prácticas de la
medicina, no para compartir la idea de que la mala praxis médica está
generalizada en todos los hospitales. Claro que hay médicos que matan personas
por su incapacidad profesional. Nunca sería éste el motivo de un congreso
internacional, por ejemplo, de cardiólogos. Los ingenieros se reúnen a
presentar y conocer los avances de la ingeniería, no para deprimirse colectivamente
con los pésimos ejemplos de algunos ingenieros cuya incompetencia generó
enormes pérdidas de vidas humanas. Los abogados discuten en sus congresos
profesionales los avances de la ciencia jurídica, no la corrupción de ciertos
jueces y letrados que ha puesto no pocas veces la justicia al servicio de los
más poderosos. Desde el punto de vista etimológico, cualquier profesión es más
corporativa que la
docencia. Sin embargo, raramente se denuncia el
corporativismo de los economistas, del clero, del ejército, de la prensa o de
los grandes empresarios. Sí, siempre, el de los docentes.
El problema parecería ser que, más allá de que a los
docentes les gusta enredarse en sus defectos, ellos reclaman con insistencia
sobre las pésimas condiciones que tienen para el ejercicio de su profesión, sus
bajos salarios y el persistente abandono de la educación pública en nuestros
países. Como resultado de esto, se critica el uso de las huelgas.
movilizaciones u otras medidas de fuerza como forma de acción organizada para
alcanzar las demandas del sector.
Particularmente, creo que es importante que los docentes
revisen sus estrategias de lucha para alcanzar los justos reclamos por una
educación de calidad para todos. Considero que las huelgas y otras acciones no
siempre consiguen generar la adhesión y solidaridad de los sectores más pobres
y de las clases medias, quienes necesitan más que nadie de la escuela pública.
Hay una enorme dificultad en las organizaciones docentes para encontrar canales
más efectivos de lucha que integren a los sectores que, junto a ellos, nada se
benefician con las políticas neoliberales y conservadoras que cuestionan y
amenazan el derecho a la educación, transformándolo en un privilegio de pocos.
Sin embargo, este necesario debate, no puede desviar la
atención de un hecho insoslayable: en buena parte de nuestros países, la educación
pública está bajo el asedio de políticas de privatización y mercantilización
que, entre otros factores, precarizan el trabajo docente y degradan las
condiciones de ejercicio de la docencia en las escuelas, particularmente en las
escuelas públicas. En América Latina, aunque las condiciones de financiamiento
y la promoción de políticas educativas innovadoras y populares han comenzado a
revertir la herencia neoliberal, por ejemplo, en países como Argentina, Brasil,
Uruguay, Bolivia, Ecuador y Venezuela, las condiciones salariales y de trabajo
de los docentes siguen siendo frágiles e inestables. En rigor, en casi toda la
región, la expansión de los sistemas educativos, promovida durante las últimas
décadas, se ha sustentado sobre una persistente precarización del trabajo
docente.
No cabe duda que los trabajadores y trabajadoras de la
educación deben mejorar y redefinir sus estrategias de lucha. Deben hacerlo
para volverlas más efectivas, no para disminuir su intensidad. Las
reivindicaciones docentes son justas y necesarias, ellas aspiran a fortalecer
la educación pública y ampliar el derecho efectivo a una escuela de calidad
para todos. El ataque a las organizaciones sindicales docentes suele ser parte
de un ataque más amplio contra cualquier expresión de defensa y transformación
democrática de la educación pública.
Los docentes siempre, y más allá de todo paternalismo o
visión compasiva, se han sabido defender a sí mismos. Entre tanto, creo que
defender a la docencia de los ataques que hoy sufre desde múltiples espacios,
constituye un imperativo ciudadano.
En definitiva, si Ud. está leyendo esta nota es porque algún
maestro o maestra, alguna vez, le enseñó a leer. Y seguramente, le enseñó
muchas cosas más. Cosas que han sido vitales para constituirse como un sujeto
independiente y crítico.
No me cabe duda que Ud. pensará, muy probablemente, que sus
maestros o maestras eran mejores que los que hoy están en el aula; esos
docentes reales, que trabajan todos los días en nuestras escuelas, formando a
los niños y niñas que en algún momento ocuparán su lugar. Pero no nos
equivoquemos. Siempre fue así. A su hijo o a su hija, si hoy están en la
escuela, les pasará lo mismo. Quizás sea fruto de una inevitable ingratitud o
la trama de una desmemoriada condena al desprecio por el presente, por lo que
tenemos y por lo que hemos sabido construir colectivamente. Parece que los
docentes deben conformarse con un reconocimiento que se conjuga siempre en
futuro imperfecto. Nuestros niños, nuestras niñas y nuestros jóvenes les dirán
a sus hijos e hijas que sus maestros y maestras eran mucho mejores, más
dedicados, más comprometidos, más cariñosos, mejor preparados, más exigentes,
más dedicados.
Siempre fue así.
Y si siempre lo fue, es hora de que respetemos a los
docentes que hoy trabajan en nuestras escuelas, reconociendo en ellos la
herencia de un futuro que nos hará, quizás, hombres y mujeres mejores, más
humanos, más solidarios, más generosos y libres.
Autor
Pablo Gentili. Nació en Buenos Aires en
1963 y ha pasado los últimos 20 años de su vida ejerciendo la docencia y la
investigación social en Río de Janeiro. Ha escrito diversos libros sobre
reformas educativas en América Latina y ha sido uno de los fundadores del Foro
Mundial de Educación, iniciativa del Foro Social Mundial. Actualmente, es Secretario Ejecutivo Adjunto del Consejo
Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) y Director de la Facultad Latinoamericana
de Ciencias Sociales (FLACSO, Sede Brasil).