Algunos textos remiten a una noción de justicia que se
construye a partir del modelo de la igualdad de oportunidades, un tercer
supuesto a desmontar. Para Guadagni, «el principio básico de la justicia social
es la vigencia de la igualdad de oportunidades para todos, más allá de las
circunstancias de origen económico, étnico, social o de género». En cambio, la
fórmula que eligen Bullrich y Sánchez Zinny es la de señalar que «el sistema
educativo debe ser la piedra angular para permitir que cada persona pueda
alcanzar sus aspiraciones en la vida con la mayor libertad».
¿No es deseable, acaso, que cada uno sea recompensado en
relación con el esfuerzo que ha realizado? Frente a talentos e intereses
azarosamente distribuidos por la naturaleza, ¿no es acaso una norma de justicia
que el resultado de los mismos sea diferencialmente valorado? ¿Por qué no
pensar que deba ser la escuela (universo meritocrático por excelencia) la
encargada de impartir una justicia de este tipo? ¿Por qué no pensar que el
sistema educativo es el garante de la igualdad de oportunidades y que de la
calidad educativa depende la compensación de las disparidades de origen? Visto
así, la escuela, al final de su recorrido, debería alterar el punto de partida
social de los alumnos, modificando las desigualdades sociales e instaurando una
suerte de eso que François Dubet llama: «desigualdad justa».
Para los defensores de la escuela de la igualdad de
oportunidades, la baja calidad atenta contra esa capacidad igualadora y
desvirtúa la competencia que socialmente deben llevar adelante los individuos:
«El mundo está muy difícil, mucho más para los jóvenes. Ya no compiten por una
posición de trabajo únicamente con sus vecinos de escuela o de barrio; ahora
compiten con países de toda la región, con India, con China, y no solo compiten
por sus resultados en la educación formal, sino por conocimiento de idiomas,
por la actitud hacia el trabajo, por el esfuerzo».
Las desigualdades de base no son negadas sino decodificadas
en clave de recursos y obstáculos, ventajas o desventajas, capital con el que
se cuenta y redes donde uno se halla inserto, etc. Por eso, si todos tuvieran
garantizada la mediación escolar de calidad que se requiere, las diferencias
deberían regularse por los méritos individuales, por una justicia meritocrática
que refleje la distribución natural de los talentos, haciendo desaparecer las
desigualdades de base. ¿No es esto lo que quieren reflejar señalando
trágicamente el bajo desempeño en las pruebas PISA?
«El modelo escolar que exalta la igualdad de oportunidades
no hace sino convencer a los derrotados de que merecieron ese destino, sin
poner en evidencia que detrás de los méritos se encuentran los que tienen
mejores condiciones de partida.»
El modelo de sociedad que postulan es el de un conjunto de
individuos arrojados a la competencia, lo que los vuelve más productivos. Opera
una moral utilitarista –la del “self made man”–, de triunfadores, donde mérito
y éxito se vinculan. Los perdedores ya no son los oprimidos, los explotados,
los expulsados, son los que jugaron y perdieron, los que no supieron jugar, los
que, teniendo las oportunidades, no supieron aprovecharlas. Pero nadie se hace
a sí mismo en la total y absoluta soledad. Cada uno de nosotros somos el
producto de una serie de condiciones producidas gracias al esfuerzo de otros.
En el razonamiento de la igualdad de oportunidades, las
relaciones económicas de explotación, exclusión o pobreza se diluyen en el
lenguaje de la
competición. El modelo escolar que exalta la igualdad de
oportunidades no hace sino convencer a los derrotados de que merecieron ese
destino, sin poner en evidencia que detrás de los méritos se encuentran los que
tienen mejores condiciones de partida.
¿Cómo se compatibiliza esto con las metas que marca la Ley
de Educación: universalización e inclusión? ¿Cómo puede no colisionar con
políticas orientadas a apuntalar un proceso de redistribución de ingresos hacia
los segmentos más postergados? ¿Cómo puede congeniarse la moral utilitarista
del mérito con medidas que buscan recomponer una solidaridad orgánica capaz de
reconstruir una cierta idea de comunidad, como la Asignación Universal
por Hijo, las asignaciones familiares, la nacionalización de las AFJP y la
extensión de las jubilaciones o el mecanismo mismo de las paritarias? La
inclusión de niños y jóvenes «nuevos y diferentes», con saberes y lógicas de
conocimiento, con culturas que desbordan el marco institucional escolar, ¿no
nos interpela, acaso, a pensar la inclusión como un desafío cultural, como una
tarea lenta y compleja?
Aunque parezca evidente, es necesario insistir en que «la
piedra angular para permitir que cada persona pueda alcanzar sus aspiraciones
en la vida con la mayor libertad» es la protección social, que garantiza
condiciones de paridad en el punto de partida de los individuos. Solo así es
posible proyectar luego la función social de la educación. En
sociedades con altos niveles de desigualdad, estas tienden a reproducirse,
haciendo de la condición de nacimiento una ventaja. Si esto es así: ¿por qué
exigirle a la escuela, con sus herramientas limitadas, que deba componer una
situación que la excede? Construir estas condiciones de partida es un arduo
proceso de recomposición social en el cual aún estamos insertos.
Ahora bien, esta pseudo «centralidad» de lo educativo devela
una concepción de la política que revela cierto espíritu antipolítico. No
remite a una concepción de la política como conflicto, como puja entre
intereses, sino como todo lo contrario, como administración de lo existente,
como consagración de lo dado. Una política que quiere cambiar para no cambiar
nada.
En el modelo de la igualdad de oportunidades la escuela hace
el trabajo sucio que la política no quiere hacer. Si antes se hacía referencia
a la distribución como efecto del derrame del excedente acumulado, ahora
parecería que la distribución se consigue por medio de una intermediación
escolar de calidad. ¿De qué otro modo, si no es por medio de la puja y el
enfrentamiento, se consigue una distribución más justa de la renta, de los
ingresos y de las condiciones de vida?
Una educación para el
mercado laboral
Este punto se relaciona con el lugar de la cultura en el
modelo de la igualdad de oportunidades que –proyectado sobre un escenario de
lucha social por conseguir, mantener o incrementar la posición que se ocupa–
tiende a restringir el sentido de la educación a su capacidad para asegurar un
puesto en el mercado laboral.
Bullrich y Sánchez Zinny citan: «Wagner [investigador de Harvard] propone que nuestras escuelas
fortalezcan las habilidades en el ámbito académico que preparan a los alumnos
para un mayor éxito en el ámbito laboral». En cambio, Guadagni recoge como
onceava acción para un plan de gobierno: «Todos
los años, según lo propuesto por Juan Llach, informar a la población en general
y a los estudiantes secundarios en particular, la situación del mercado laboral
de los graduados universitarios».
La prisa de quienes apuestan a resolver una cuestión tan
compleja bajo el signo de lo trágico y urgente aparece mediada por los valores
del ajuste, el rendimiento y la competitividad. En ello hay, además de un
proyecto social implícito, un innegable empobrecimiento de los fines, de los
análisis y de los indicadores de la educación. Impulsar
un debate abierto es el modo de defender una educación vinculada a la
generación de más democracia, de ciudadanos comprometidos por la inclusión, la
igualdad y la calidad de vida para todos.
Autor
Adrián CannellottoRector de
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