La pregunta acerca de qué entendemos por una educación de calidad merece
una amplia discusión social. El tenor de las concepciones que se ocultan detrás
de algunas respuestas evidencia que no se trata de un mero debate sectorial, sino
que entran en juego distintos modelos de sociedad.
De cuño tecnocrático, la noción de calidad va camino a convertirse en una
categoría hueca y capaz de explicar todos los males sin explicar nada. La necesidad
(y la oportunidad) de dotarla de otro sentido, que ilumine y resignifique las políticas
educativas, implica revisar las demandas y finalidades asignadas a la educación.
Es cierto que bajo la consigna de que la contundencia de los resultados
de las pruebas PISA es tal que sólo queda espacio para la acción urgente e inmediata, el cuestionamiento
de ese instrumento y las preguntas acerca de lo que entendemos por una educación
de calidad se barren bajo la alfombra del diagnóstico irrefutable de lo evidente.
Se instala la idea de que no queda tiempo más que para intercambiar algunas
ideas en relación a cómo proceder para extirpar el mal y nada más.
Lo llamativo no es que determinados funcionarios, profesionales, diarios,
periodistas o comunicadores suscriban estas ideas en un contexto electoral, sino
que fueran bien acogidas por el sentido común de una parte de la sociedad que, en
muchos casos, se hace eco de las conclusiones extraídas de esa mezcla de datos empíricos,
prejuicios, mitos y generalizaciones. Por esa razón, señalaré sucintamente aquellos
presupuestos sobre los que se sostienen estos discursos de la calidad educativa,
así como las políticas de evaluación docente que impulsan.
La Educación como tragedia y decadencia
El primer presupuesto tiene que ver con lo que algunos han denominado «la
tragedia educativa». Paradójicamente, cuando el conjunto de la población exhibe
mayores niveles de escolarización y democratización, los profetas de una escuela
que hizo una gran tarea cultural, aunque en el marco de un conservadurismo político
y económico, nos recuerdan amargamente que «estamos
perdiendo la solidez del capital humano que hizo a la Argentina famosa en todo el
mundo» pues la educación está «hoy
penosamente olvidada y degradada entre los argentinos».
Esta posición liberal-conservadora pone el sentido en el pasado, adonde
habría que remontarse para encontrar, inmaculado, nuestro «destino de grandeza». Se nos
impone retomar la senda de la Argentina del Centenario, pues la «tragedia educativa» radica en el abandono
de una esencia escolar fijada en los cánones de la cultura ilustrada: elitista,
centralmente escrita, disciplinadora, rigurosa, de maestros normalizados, ahistórica
y acultural, constructora hegemónica de saberes y subjetividades. Se trata de una
escuela que puede imaginarse como un mundo amurallado, incontaminado por la vida
social. La propuesta considera al binomio calidad-inclusión como un imposible.
¿De qué otro modo podría serlo si, como ocurría en la década de 1930, el sistema
educativo atendía apenas al 25% de la población?
Aunque la escuela invocada resulte historiográficamente insostenible, esa
visión decadente del presente como pálido reflejo de una gloria pasada sigue funcionando
como mito nacional. ¿Cuántos evocan su pasado escolar como algo superior al presente
de la escuela? Algo de esto resuena en las encuestas, cuando recogen que para
la mayoría de la sociedad la educación no está bien o va mal pero que, sin embargo,
al momento de opinar sobre la educación que reciben sus hijos, no dudan en calificarla
como buena o muy buena.
Redención Social
El segundo punto a tener en cuenta tiene que ver con la multiplicidad de
demandas y fines asignados a la educación: transmitir conocimientos, formar ciudadanos
(moral, productiva e intelectualmente), liberar a los individuos, reducir la pobreza
y la exclusión social, integrar socialmente, contribuir a la seguridad, apuntalar
la productividad, definir el crecimiento económico, entre otros.
Por esa sobredemanda que excede la capacidad limitada de lo educativo,
se instala una suerte de «redentorismo pedagógico» que oculta tanto las consecuencias
de procesos y decisiones políticas de orden no educativo, como la complejidad y
multiplicidad de los factores que transforman las condiciones sociales y de vida.
Pero lo más interesante en este punto es el pasaje que se produce de las
demandas a los efectos, es decir, ese momento en que las demandas y los fines asignados
a la educación se convierten ellos mismos en efectos a ser medidos.
Ahora bien, esa enunciación de demandas no sólo no es homogénea (¿cómo
se mide la capacidad de liberación?), sino que es transformada en efectos a ser
medidos sin anclaje empírico consistente. Bajo el sesgo neoclásico y los a priori
de la teoría del capital humano, se construye una serie de generalizaciones en donde
la educación opera como causa de efectos sociales, políticos y económicos de lo
más diversos.
Por ejemplo, se postulan como «evidentes» relaciones que existen entre
la calidad de la educación y el crecimiento económico, la seguridad o la integración
social, la xenofobia o la tendencia a la violencia, entre otras. En realidad, muchas
de estas situaciones muestran una relación causal débil con la educación, en la
que muchas veces los datos recogidos pueden ser contradictorios o directamente insuficientes
para abordar temas tan complejos.
No pretendo descalificar el valor de las herramientas cuantitativas y cualitativas
para comprender fenómenos como los descriptos, pero es necesario hacer jugar otros
factores, diseñar otros instrumentos e inducir miradas interdisciplinarias.
Autor
Adrián CannellottoRector de
No hay comentarios:
Publicar un comentario