jueves, 11 de abril de 2013

Apostar por una escuela democrática

Vivimos en San Luis (Argentina), en una sociedad claramente conservadora, y con un débil ejercicio de la ciudadanía. Las instituciones partidarias controladas con un sistema “caudillista”, sin participación, ni discusión. Considerando este diagnóstico ¿Qué podemos hacer desde la escuela? ¿Se nace “ciudadano”? ¿O es fruto de un aprendizaje? ¿Cuál es la institución más importante, como formadora cívica? ¿Debe la escuela tomar cartas en el asunto?



En las condiciones actuales, una pregunta que nos podríamos formular es si resulta posible seguir apostando por la escuela. Y nos atrevemos a responder que sí: que su función tiene carácter de imprescindible más que en ningún otro ámbito (aun reconociendo como pendiente su contribución para universalizar la democratización de la enseñanza y lograr el pleno desarrollo de las potencialidades de todos los alumnos como sujetos y ciudadanos).

Hoy dependemos más de la escuela que de la familia para la formación de los ciudadanos, como dependemos también más de los hospitales que de nuestras familias para el mantenimiento de nuestra salud. Esta función indelegable está relacionada con potenciar en los alumnos el ideal democrático, la construcción de los valores que lo sustentan y de las capacidades necesarias para hacerlo posible. En este sentido, es importante que la escuela fortalezca todos los niveles de participación, de diálogo y de comunicación para propiciar experiencias de aprendizaje, en los que la vivencia del ejercicio ciudadano sea una realidad. Guillermo Hoyos señala, parafraseando a Habermas, que sin intersubjetividad del comprender, ninguna objetividad del saber, lo cual significa que lo previo a todos los procesos cognitivos son procesos de interrelación social, de reconocimiento del otro como diferente en su diferencia y, por tanto, como interlocutor válido. La educación, como mediación entre lo privado y lo público, como proceso de aprendizaje de ciudadanía, debe –reafirma identificarnos a todos en lo que somos semejantes, es decir, en que somos diferentes y como tales capaces de competencias comunicativas: diferentes en su diferencia e interlocutores válidos. En este punto señala el papel irreemplazable de la escuela, como mediadora entre lo privado, la familia, y lo público, la sociedad civil. La escuela tiene su propia institucionalidad para poder cumplir con toda autonomía esta función de preparar ciudadanos.

En lo cotidiano de la vida escolar es donde los niños y las niñas adquieren una comprensión directa sobre qué significa vivir en democracia. Tanto es así, que, en donde haya discriminación, poco importa estudiar sobre derechos; en donde reinen actitudes excluyentes poco abiertas a la aceptación y valoración de la diversidad, poco importa pregonar una cultura multicultural. Esto muestra una vez más que las competencias para vivir con otros se adquieren no solo como resultado de la instrucción directa sino también, y especialmente, de las oportunidades que pueda brindar la escuela de ponerlas en práctica en el día a día escolar. En las ocasiones de escuchar a otros, en las de ponerse de acuerdo, en las de manifestar el desacuerdo, en las de aceptar las diferencias, se recrean competencias y actitudes que podrán ponerse en juego en la relación de cada uno con los otros, dependiendo tanto de la organización y cultura de la escuela, como de las formas pedagógicas utilizadas, como del conocimiento explícito de contenidos.

Seguramente, será en la escuela donde los niños y niñas vivan las primeras experiencias de aproximación a la diversidad existente en la sociedad: allí se verán enfrentados a la necesidad de convivir de forma sistemática con personas de distinto origen, con las que puede tener poca relación fuera del ámbito escolar. La escuela puede ofrecer el espacio donde sea factible poner en práctica conductas y sentimientos que hagan posible la convivencia con la diversidad del otro. Si bien las familias pueden predicar el respeto por el otro, la práctica efectiva se alcanza en la escuela. Además, es en la escuela donde los niños viven por primera vez la experiencia de tener que enfrentarse a situaciones que les exigirán adaptarse a normas en un marco de relación menos afectiva y más impersonal. Esta contemplación de las normas es un requisito que, necesaria e inevitablemente, cualquier sociedad demanda a sus miembros. Estas instituciones, son las que, al marcar lo permitido y lo prohibido, muestran al individuo el poder y la autoridad de lo social, el riesgo y la amenaza implícita en la trasgresión, el beneficio y el reconocimiento de la obediencia.

Es necesario señalar además  que, si bien las instituciones en su aspecto de lo instituido configuran la trama de sostén de la vida social y el andarivel por el que transcurre el crecimiento de los individuos, inevitablemente se confrontan y entran en lucha con los desvíos que conforman el cuestionamiento y la posibilidad de concreción de lo instituyente. Cuando el niño llega a la escuela para aprender y para convivir con otros bajo pautas regulativas distintas de las que tuvo hasta ese momento, no comienza desde la nada, sino que ya dispone de un cuantioso muestrario, que tendrá que regular y adaptar a las nuevas condiciones y circunstancias; en el interjuego de la tensión entre organización e individuo, se cristalizarán los rasgos que lo constituirán como sujeto individual a la vez que socializado.

La socialización del sujeto en una particular cultura escolar es una cuestión que nos plantea en toda su integridad la complejidad del papel de la escuela en este tema, pues la pertenencia cultural previa del sujeto puede entrar, en ocasiones, en tal grado de incompatibilidad con sus condiciones, valores y expectativas, que tenga como resultado el abandono de la escuela por parte de este. La obligatoriedad de la educación poco puede hacer cuando el sujeto capta significados, imágenes, miradas en la vida cotidiana institucional en los que no está incluido.

Las dificultades que tiene la escuela para operar en él y la necesidad de actualizar y potenciar su función en la instalación de una convivencia, que haga posibles aprendizajes democráticos más allá de estas dificultades. La variedad de factores que están en juego en esta consideración hacen suponer que las estrategias o programas por implementar, deben posibilitar intervenir en todos los niveles respetando las particularidades de cada caso. Aprender a convivir en la escuela es un aprendizaje en el que están involucrados profesores, alumnos, auxiliares, padres, como el sistema educativo general, que enmarca las distintas acciones que realiza la escuela. Los profesores tienen que aprender a convivir con sus alumnos, pues en cada grupo se produce una situación inédita, que hace que los recursos, las iniciativas, las maneras de relacionarse y los efectos sean únicos. Un mismo tema, un mismo ejemplo, no tendrá la misma repercusión en un grupo que en otro, en una escuela que en otra. Por su parte, el alumno deberá aprender a contemplar la adquisición y valoración de los contenidos académicos curriculares prescritos, al tiempo que deberá ir aprendiendo a trabajar con otros en grupo, a escucharse, a respetarse adquiriendo la convicción y el hábito de que no hay derechos sin responsabilidades y de que el ejercicio de los derechos debe acompañarse con la responsabilidad de los actos. Todos están implicados en una relación en la que no hay excepciones, pero sí responsabilidades distintas.



Extraído de
El desafío de la convivencia escolar: apostar por la escuela
Alicia Tallone
En
EDUCACIÓN, VALORES Y CIUDADANÍA
Bernardo Toro y Alicia Tallone
Coordinadores

 

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