domingo, 18 de julio de 2010

Educación crítica

A riesgo de comenzar por lo obvio, diremos que no existe una sola manera de entender el presente e imaginar el futuro de la educación argentina. Tampoco existió en el pasado una visión unificada, aunque la historiografía triunfante nos persuadió durante décadas de que hubo un proyecto único de país en el que la educación habría jugado un rol incontrovertido.

El sistema educativo nacional está esperando soluciones para sus problemas de antigua data, como la desigualdad educativa, la inadecuada estructura del puesto de trabajo de los profesores de secundaria, el rezago educativo de la población adulta, o la selectividad de la educación superior. Se avanzó en la solución de problemas producidos por las políticas de los 90, como la desarticulación institucional del sistema, la aparición de nuevos puntos de quiebre en las trayectorias escolares de los alumnos/as, o la des-especialización de la formación técnica. Pero los acuerdos volcados en 2006 en la Ley de Educación Nacional plantean metas ambiciosas para cuyo cumplimiento deberemos trabajar durante muchos años, que se añaden a las deudas que tenemos con los derechos reconocidos por los anteriores ordenamientos legales.


Este escrito selecciona, entre otros posibles, cinco asuntos estratégicos para asegurar los derechos educativos expresados en las leyes y mejorar la capacidad del sistema escolar para ampliar las formas de participación social en las cuestiones públicas.


Se asume una posición, opinable como todas, bajo tres recaudos: no replegar el discurso en definiciones pretendidamente neutras, esto es, reconocer la posición desde la que escribo y sus diferencias con otras; tratar sin embargo de comprender las posiciones diferentes con las que discrepo, y no reducir lo educativo a un problema de pedagogos o educadores.


No hay soluciones "lógicas" a problemas que son de orden eminentemente político, y no hay respuestas exclusivamente educativas al problema de cómo resolver colectivamente nuestras vidas y las de quienes estarán vivos mucho después de nuestra muerte.


Obligatoriedades

Nuestro país tiene deudas con la obligatoriedad escolar que se remontan a las metas de la Ley 1.420 de 1884. Si bien la ley de 2006 amplió las metas de escolarización, lo que señala rumbos futuros, hay provincias donde muchos chicos/as no finalizan la primaria.


Y, en todo el país, hay problemas en la escolarización a los 5 años y en la franja 13-14 años, que preveía incorporar la Ley Federal de Educación (1993). Serios déficit de planeamiento caracterizan los procesos que llevaron al establecimiento en 1993 y en 2006 de las nuevas metas de obligatoriedad escolar; de eso da testimonio el tiempo transcurrido entre la sanción de la obligatoriedad de la educación secundaria (diciembre de 2006) y los primeros anuncios de políticas que la colocaran en el centro de las preocupaciones (octubre/diciembre de 2009). Los esfuerzos fiscales y las iniciativas políticas deberían concentrarse agresivamente en dar cumplimiento de una vez a los derechos educativos ya reconocidos. Pero, ¿qué clase de esfuerzos y políticas?


Las políticas que estructuraron el desarrollo histórico del sistema educativo han sostenido el acceso material de todos a la escuela como significado principal de la obligatoriedad escolar. Este significado sustentó durante muchas décadas la estrategia macropolítica de expandir la red de escuelas a fin de dar cobertura institucional a toda la población en edad escolar. En los niveles de desarrollo más reciente, como el inicial y el secundario, y en la educación de adultos, desde luego que la obligatoriedad sigue implicando apertura de escuelas, mejoras en su distribución territorial e incremento del número de vacantes.


Pero el problema de la obligatoriedad escolar no puede ser atendido únicamente mediante políticas de expansión del sistema. Se espera mucho más: que el paso por la escuela asegure a todos una formación compartida, que no existan condicionamientos sobre lo que los chicos/as podrán seguir estudiando según a qué escuela asistieron. Se considera una injusticia que las oportunidades educativas sean desiguales.


La inclusión de todos/as en la escuela requiere de políticas que mejoren las condiciones en que se accede a la escuela y fortalezcan las posibilidades de las familias de desarrollar prácticas de crianza que los pongan en línea con las condiciones de la escolarización. Pero también se requieren políticas que den importancia al trabajo pedagógico en las escuelas y remuevan los obstáculos que impiden desarrollar la enseñanza en mejores condiciones.


Algunos de los cambios necesarios pueden desarrollarse en las condiciones conocidas de funcionamiento del sistema. Otros son estructurales y requieren esfuerzos transformadores. Por ejemplo, sabemos que la secundaria requiere cambios en la organización escolar, en el régimen académico, en la estructura del puesto de trabajo docente, en la propuesta formativa y en la lógica especializada disciplinar de la formación de los profesores. Sin esos cambios, la expansión de la oferta educativa (de por sí importante) no nos conducirá al cumplimiento de las metas de obligatoriedad.


Las cuestiones vinculadas con la enseñanza podrían (y suelen) ser parte de otro apartado en escritos como este. Aquí pretendemos mostrarlas en su relación directa con la cuestión de la obligatoriedad escolar. Planteamos una diferencia estratégica con quienes consideran que las políticas educativas deben ocuparse de grandes propósitos, de prever condiciones organizativas, normativas, presupuestarias e institucionales, de manera independiente del modo en que finalmente, efectivamente, tendrá lugar la enseñanza. La enseñanza es un problema usualmente ausente en las políticas educativas; es necesario insistir en que debe plantearse desde el principio y tender a resolverse en el nivel máximo del planeamiento. Esto no significa diseñar políticas "a prueba de docentes", sino que el problema didáctico debería plantearse en el planeamiento, incorporando al diseño de las políticas la pregunta sobre las condiciones pedagógicas bajo las cuales va a ser posible que los docentes enseñen y que los/las alumnos/as aprendan.


Gobierno del sistema: federalismo y participación

No me cuento entre quienes atribuyen todos los males de la educación argentina a la ya derogada Ley Federal de Educación. Pero en lo que se refiere al gobierno del sistema y su federalización, aquella ley y las políticas asociadas a ella tuvieron una gran responsabilidad en la desarticulación del sistema educativo nacional.


En los ’90, el sistema educativo argentino se diversificó como si fuera federal, sin las regulaciones que un sistema federal requiere para que la diversidad no devenga en diferenciación o atomización. La variedad organizacional que han llegado a tener los sistemas educativos provinciales (primaria/secundaria, EGB/Polimodal, Primaria/ESB/Polimodal, etcétera), lejos de expresar opciones estratégicas por organizaciones diversas que garanticen resultados comunes, ha sido el resultado de un proceso de transformación institucional promovido en los ’90, desacoplado e inconcluso, que fracasó en el establecimiento de bases suficientes para el cumplimiento de los derechos educativos de la población.


En los últimos años se dieron pasos importantes en dirección a la recomposición del sistema, como la definición de una versión de la estructura por niveles que busca reducir la atomización (aunque falta mucho para concretarla), o la recuperación de la iniciativa nacional en sectores clave de la política educativa como la educación técnica o la formación docente.


El país adolece todavía de un federalismo insuficiente en materia educativa: faltan mecanismos y procedimientos que permitan equilibrar el poderío político, económico y técnico del ministerio nacional con las atribuciones y prioridades de los gobiernos provinciales en la toma de decisiones. La evidencia de que las capacidades institucionales de algunas provincias son precarias no debería funcionar como excusa para la recentralización, sino como exigencia de políticas que trabajen para fortalecerlas.


La participación de los sindicatos docentes en las decisiones de política educativa es un aspecto importante del gobierno de la educación. La construcción de espacios de negociación entre autoridades educativas y sindicatos docentes, la delimitación de acuerdos y desacuerdos sobre determinadas acciones y cambios, son una base indiscutible para la implementación de políticas de largo alcance. Este punto también toca al federalismo. El diálogo debe sostenerse al mismo tiempo con instancias gremiales territoriales y nacionales, erigidas como interlocutores reconocidos por el gobierno central. El sinuoso modo en que cada año se dirime la cuestión salarial en el inicio del ciclo lectivo da cuenta de las dificultades que entraña este punto.


Finalmente, no tenemos avances reconocibles en mecanismos de participación y control social de la educación en el nivel local, necesarios si pretendemos profundizar el aporte de la educación a la ciudadanía plena.


Presupuesto
En nuestro país, el financiamiento educativo ha tenido un comportamiento por el cual en tiempos de crisis en las cuentas fiscales el gasto público en educación deja de aumentar, y en tiempos de mayor disponibilidad de recursos se expande. Esto que para el lector puede ser lo esperable se convierte en un problema cuando la interrupción de los incrementos presupuestarios alcanza niveles que comprometen la normal prestación del servicio educativo; por ejemplo, cuando la baja inversión en mantenimiento complica el funcionamiento de los edificios escolares o el equipamiento escolar se torna obsoleto. Así, en 1992/93, en medio de una crisis fiscal, la Nación transfirió a las provincias edificios de alto valor histórico pero que por años no habían sido objeto de mantenimiento adecuado.



Desde 2006 el país cuenta con una Ley de Financiamiento Educativo, que estipuló el incremento gradual de los recursos para educación de modo de llegar en 2010 al 6% del PBI. Todo parece indicar que al finalizar este año se alcanzará la meta, que perderá vigencia, por lo que debería ser reemplazada por una nueva ley de financiamiento. La situación amerita un debate político acerca de –por lo menos– el destino y la distribución de los recursos.


 

Hasta el presente, el destino principal de los mayores recursos fue la atención de las remuneraciones. En la actualidad, el Estado nacional sostiene una parte importante del salario docente de muchas provincias y el Fondo Nacional de Incentivo Docente. Sin afectar la recomposición de las remuneraciones docentes, será necesario encontrar mecanismos que protejan la asignación de recursos no vinculados con el salario docente (infraestructura, equipamiento, libros, material didáctico, programas a escala que ensayen innovaciones educativas, formación y capacitación docente, comedores escolares), claves para la mejora del sistema.


 

El criterio de distribución del mayor financiamiento tiene que ser discutido. En la actualidad, se apoya en buena medida en la Ley 23.548 de Coparticipación Federal de Recursos Fiscales, que establece qué proporción de los fondos provenientes de impuestos nacionales percibe cada provincia. Cuestionada en otros sectores del gasto estatal, tampoco se acomoda bien a la educación. Se trata de un sector cuyo volumen proyectado debería ser en función de la población por grupos de edad, y cuyo volumen real difiere del proyectado debido –entre otras razones– a la desigual inversión de las provincias en educación, la eficacia propia de cada sistema educativo provincial y los procesos de migración interna. Más que un criterio único de asignación de recursos, se requiere un conjunto de criterios que tomen en consideración diferencias en las áreas y niveles de la educación. Un buen ejemplo lo proporciona la distribución 2006 de los fondos para Planes de Mejora impulsados en el marco de la Ley 26.058 de Educación Técnico-Profesional: de haberse distribuido de acuerdo con los porcentuales de coparticipación, Tierra del Fuego habría recibido fondos de mejora para más escuelas técnicas que las que tiene, mientras que las jurisdicciones con la mayor proporción de escuelas técnicas habrían recibido fondos claramente insuficientes.


Carrera docente

La carrera docente sigue siendo exclusivamente escalafonaria, sin que se hayan debatido todavía nuevos caminos de desarrollo profesional que permitan a maestros y profesores trazarse futuros más esperanzadores.


Las trayectorias laborales de los docentes revelan ciertos fenómenos característicos. La mayor parte no conoce otro entorno profesional que el escolar y, por razones que los exceden, su vinculación con la cultura contemporánea es débil. Muchos trabajan pocos años y otros desarrollan una trayectoria laboral completa de varias décadas. Es necesario un rediseño de la carrera docente, mediante trayectos de formación que acompañen y promuevan los cambios en la trayectoria laboral: un maestro de grado que pasa a trabajar como maestro de área, un directivo que coordina el primer ciclo, una profesora de biología que es elegida para coordinar su departamento, otro de música que se convierte en tutor de una división de secundaria.


El sistema formador no suele considerar estos cambios: promueve el ascenso en el escalafón, pero no los cambios, que son los que experimenta la mayoría de los docentes. La formación centrada en la escuela, la experimentación de innovaciones curriculares, los postítulos que especializan a los docentes en ciertos aspectos de su función o actualizan su formación inicial, son las propuestas que deben ser incrementadas y fortalecidas en los próximos años.


No se trata, claro, de hacerlo abonando a la lógica de la amenaza (o te capacitás o…), sino de proponer motivos válidos para que los docentes sostengan proyectos de desarrollo profesional. La participación en un curso desafiante y su aprobación; la satisfacción de ganar un concurso calificado y el prestigio que eso conlleva; la identificación de problemas en la institución escolar y la búsqueda de soluciones; la obtención de una beca de estudio; el asesoramiento a un colega que se inicia, son ejemplos de importantes logros para los docentes que, incorporados en la perspectiva de la trayectoria laboral, pueden estructurar una carrera profesional atractiva y dotada de estímulos, y abrir nuevas perspectivas a la formación.


Investigación y producción de saber

Dejo para el final un problema más general: el saber pedagógico construido no es suficiente para dar respuestas fundadas a los problemas del presente de nuestro sistema educativo. No porque no exista investigación de calidad suficiente, sino porque los supuestos sobre lo escolar y sobre las políticas educativas bajo los cuales se la produce están en cuestión. Se produce menos saber del que se necesita: un saber que trasponga los límites del dispositivo escolar; y que una parte del saber que sí se produce no circula como saber, bien porque no se les habilitan los canales oficiales (por ejemplo, los de la formación docente), bien porque quedan restringidos a un género de difícil propagación, como es el relato de experiencias.


A falta de saber pedagógico capaz de sostener los cambios que el sistema educativo necesitaría e, incluso antes, de contribuir a identificarlos, la política educativa queda empujada a una situación alterada: la de insistir con lo que sabemos que ya no funciona. He aquí una clave para comprender la extraña "novedad" anunciada este año para la escuela secundaria: el retorno al bachillerato, una modalidad decimonónica, orientada a ciertas ramas del saber y carente de vinculación con el mundo de la producción y el trabajo. Hoy es parte del sentido común considerar que los cambios estructurales promovidos en los ’90 en la escuela secundaria no funcionaron; pero la respuesta de la política educativa a esta suerte de evidencia es el repliegue hacia una modalidad del siglo XIX, portadora por ello mismo de la tranquilidad de ser fácilmente reconocible en la consideración pública.


Cuesta remover los modos tradicionales de entender lo escolar. Como consecuencia, si bien se reclaman cambios para la escuela, muchos de los que se proponen son velozmente descalificados. Por ejemplo, el régimen académico de la escuela secundaria no contempla la posibilidad de acreditar parcialmente un año escolar y cursar las materias no acreditadas; repetir es, precisamente, volver a hacer la cursada completa, sin consideración de aquellas materias que durante el año merecieron calificaciones suficientes como para ser aprobadas. No hay ninguna justificación pedagógica para semejante decisión, en el marco de una propuesta curricular fuertemente clasificada como es el curriculum de la escuela media argentina. En planes de estudio con mayores niveles de integración, recursar el todo por no haber aprendido algunos componentes podría justificarse debido a que la integración de aprendizajes es un propósito y a que los saberes no aprendidos no podrían formar parte de esa integración. Pero este no es el caso del curriculum de la escuela media argentina, donde las conexiones entre asignaturas de un mismo curso escolar son débiles. Sin embargo, ante cualquier movimiento en dirección a revisar este criterio, no tarda en escucharse la condena a propuestas "facilistas" que "bajan las exigencias".


Tenemos una creciente conciencia del desajuste de nuestros saberes para dar respuesta a las nuevas configuraciones de lo educativo, tanto escolar como no escolar; pero resulta difícil producir una ruptura con el corpus tradicional de saberes que tienen el valor de haber estructurado nuestro modo de ver el mundo de la escuela y que nos desautorizan cuando queremos ensayar algo diferente. Así, aunque hace tiempo que no puede sostenerse, ni en términos teóricos ni en términos políticos, que la homogeneidad escolar sea garantía de igualdad, nos encontramos entrampados en un encierro argumental por el cual cualquier variación del formato escolar es leída como diferenciación educativa y ésta evaluada como productora de desigualdad.


Sobre los alcances de estas consideraciones

Todo lo dicho nos parece estratégico para que el sistema escolar pueda llegar a asegurar los derechos educativos establecidos en nuestras leyes y contribuir a ampliar las formas de participación social en los asuntos públicos. Sin embargo, ¿quién puede afirmar con certeza que la escuela será la que conocemos dentro de –digamos– cincuenta años? Y quien pueda afirmar tal cosa, ¿puede asegurar que, permaneciendo igual a sí misma, la escuela podrá seguir ocupando el lugar estratégico que se le asignó en los últimos cien años en los procesos sociales de institucionalización de la infancia y, más recientemente, de la adolescencia?


 

La escuela es una invención reciente, lo que contrasta con la imagen naturalizada que solemos tener de ella. Los cambios socio-históricos pueden impactar, en el futuro, en la modalidad escolarizada de dar tratamiento a la niñez y la adolescencia. Hoy existen medios de comunicación (en especial, los medios que permiten interacciones virtuales) que no requieren la co-presencia de quien enseña y quien aprende, un supuesto fuerte de la escolarización. El cambio socio-histórico plantea interrogantes acerca de en qué medida la escuela se combinará con otras estrategias de transmisión o será reemplazada por ellas en un futuro indefinido.


Estos interrogantes atraviesan el presente de la educación no sólo en nuestro país sino en todas las naciones con sistemas educativos altamente institucionalizados como el nuestro, que son los que más dificultades tienen para concretar cambios masivos. Debido a ello, las cuestiones estratégicas seleccionadas en este escrito tienen el límite –entre otros aspectos seguramente controversiales– de haber sido escritas en la lógica del sistema escolar. Se desarrollarán en los próximos años (está sucediendo ya mismo) nuevas formas de lo escolar, y nuevas formas educativas no escolares, influenciadas por la escuela porque muchos de sus actores son producto de ella, pero distanciadas de ella y buscando romper el funcionamiento por defecto de la lógica escolar. Serán tiempos sumamente interesantes, desafiantes, para la escolarización entendida como parte del diseño del desarrollo humano.


 


Por Flavia Terigi Licenciada en Ciencias de la Educación. Profesora UBA/ UNGS/ Normal 7.


 

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