domingo, 30 de septiembre de 2012

El modelo de la igualdad de oportunidades

La meritocracia escolar está firmemente arraigada ¿Depende únicamente de valores personales, como capacidad y esfuerzo? ¿O está ligada a condiciones sociales? ¿Puede la escuela por sí sola, compensar diferencias de clase? ¿Qué modelo de sociedad postula la “meritocracia”? ¿Debe la escuela ser un mero instrumento formador de “mano de obra”?
Algunos textos remiten a una noción de justicia que se construye a partir del modelo de la igualdad de oportunidades, un tercer supuesto a desmontar. Para Guadagni, «el principio básico de la justicia social es la vigencia de la igualdad de oportunidades para todos, más allá de las circunstancias de origen económico, étnico, social o de género». En cambio, la fórmula que eligen Bullrich y Sánchez Zinny es la de señalar que «el sistema educativo debe ser la piedra angular para permitir que cada persona pueda alcanzar sus aspiraciones en la vida con la mayor libertad».


¿No es deseable, acaso, que cada uno sea recompensado en relación con el esfuerzo que ha realizado? Frente a talentos e intereses azarosamente distribuidos por la naturaleza, ¿no es acaso una norma de justicia que el resultado de los mismos sea diferencialmente valorado? ¿Por qué no pensar que deba ser la escuela (universo meritocrático por excelencia) la encargada de impartir una justicia de este tipo? ¿Por qué no pensar que el sistema educativo es el garante de la igualdad de oportunidades y que de la calidad educativa depende la compensación de las disparidades de origen? Visto así, la escuela, al final de su recorrido, debería alterar el punto de partida social de los alumnos, modificando las desigualdades sociales e instaurando una suerte de eso que François Dubet llama: «desigualdad justa».


Para los defensores de la escuela de la igualdad de oportunidades, la baja calidad atenta contra esa capacidad igualadora y desvirtúa la competencia que socialmente deben llevar adelante los individuos: «El mundo está muy difícil, mucho más para los jóvenes. Ya no compiten por una posición de trabajo únicamente con sus vecinos de escuela o de barrio; ahora compiten con países de toda la región, con India, con China, y no solo compiten por sus resultados en la educación formal, sino por conocimiento de idiomas, por la actitud hacia el trabajo, por el esfuerzo».



Las desigualdades de base no son negadas sino decodificadas en clave de recursos y obstáculos, ventajas o desventajas, capital con el que se cuenta y redes donde uno se halla inserto, etc. Por eso, si todos tuvieran garantizada la mediación escolar de calidad que se requiere, las diferencias deberían regularse por los méritos individuales, por una justicia meritocrática que refleje la distribución natural de los talentos, haciendo desaparecer las desigualdades de base. ¿No es esto lo que quieren reflejar señalando trágicamente el bajo desempeño en las pruebas PISA?


«El modelo escolar que exalta la igualdad de oportunidades no hace sino convencer a los derrotados de que merecieron ese destino, sin poner en evidencia que detrás de los méritos se encuentran los que tienen mejores condiciones de partida.»


El modelo de sociedad que postulan es el de un conjunto de individuos arrojados a la competencia, lo que los vuelve más productivos. Opera una moral utilitarista –la del “self made man”–, de triunfadores, donde mérito y éxito se vinculan. Los perdedores ya no son los oprimidos, los explotados, los expulsados, son los que jugaron y perdieron, los que no supieron jugar, los que, teniendo las oportunidades, no supieron aprovecharlas. Pero nadie se hace a sí mismo en la total y absoluta soledad. Cada uno de nosotros somos el producto de una serie de condiciones producidas gracias al esfuerzo de otros.


En el razonamiento de la igualdad de oportunidades, las relaciones económicas de explotación, exclusión o pobreza se diluyen en el lenguaje de la competición. El modelo escolar que exalta la igualdad de oportunidades no hace sino convencer a los derrotados de que merecieron ese destino, sin poner en evidencia que detrás de los méritos se encuentran los que tienen mejores condiciones de partida.


¿Cómo se compatibiliza esto con las metas que marca la Ley de Educación: universalización e inclusión? ¿Cómo puede no colisionar con políticas orientadas a apuntalar un proceso de redistribución de ingresos hacia los segmentos más postergados? ¿Cómo puede congeniarse la moral utilitarista del mérito con medidas que buscan recomponer una solidaridad orgánica capaz de reconstruir una cierta idea de comunidad, como la Asignación Universal por Hijo, las asignaciones familiares, la nacionalización de las AFJP y la extensión de las jubilaciones o el mecanismo mismo de las paritarias? La inclusión de niños y jóvenes «nuevos y diferentes», con saberes y lógicas de conocimiento, con culturas que desbordan el marco institucional escolar, ¿no nos interpela, acaso, a pensar la inclusión como un desafío cultural, como una tarea lenta y compleja?


Aunque parezca evidente, es necesario insistir en que «la piedra angular para permitir que cada persona pueda alcanzar sus aspiraciones en la vida con la mayor libertad» es la protección social, que garantiza condiciones de paridad en el punto de partida de los individuos. Solo así es posible proyectar luego la función social de la educación. En sociedades con altos niveles de desigualdad, estas tienden a reproducirse, haciendo de la condición de nacimiento una ventaja. Si esto es así: ¿por qué exigirle a la escuela, con sus herramientas limitadas, que deba componer una situación que la excede? Construir estas condiciones de partida es un arduo proceso de recomposición social en el cual aún estamos insertos.


Ahora bien, esta pseudo «centralidad» de lo educativo devela una concepción de la política que revela cierto espíritu antipolítico. No remite a una concepción de la política como conflicto, como puja entre intereses, sino como todo lo contrario, como administración de lo existente, como consagración de lo dado. Una política que quiere cambiar para no cambiar nada.


En el modelo de la igualdad de oportunidades la escuela hace el trabajo sucio que la política no quiere hacer. Si antes se hacía referencia a la distribución como efecto del derrame del excedente acumulado, ahora parecería que la distribución se consigue por medio de una intermediación escolar de calidad. ¿De qué otro modo, si no es por medio de la puja y el enfrentamiento, se consigue una distribución más justa de la renta, de los ingresos y de las condiciones de vida?


Una educación para el mercado laboral
Este punto se relaciona con el lugar de la cultura en el modelo de la igualdad de oportunidades que –proyectado sobre un escenario de lucha social por conseguir, mantener o incrementar la posición que se ocupa– tiende a restringir el sentido de la educación a su capacidad para asegurar un puesto en el mercado laboral.


Bullrich y Sánchez Zinny citan: «Wagner [investigador de Harvard] propone que nuestras escuelas fortalezcan las habilidades en el ámbito académico que preparan a los alumnos para un mayor éxito en el ámbito laboral». En cambio, Guadagni recoge como onceava acción para un plan de gobierno: «Todos los años, según lo propuesto por Juan Llach, informar a la población en general y a los estudiantes secundarios en particular, la situación del mercado laboral de los graduados universitarios».


Ante ello, parece natural hacerse la pregunta acerca del lugar al que queda relegada la función cultural de la educación. Y en particular, la de las humanidades y de las artes. Esta es una cuestión crucial. Frente a la atomización social, y a la presión creciente por definir el sentido de la educación como el cultivo de las capacidades utilitarias y prácticas, orientadas a la rentabilidad y la eficiencia, no puede renunciarse a la función cultural de los sistemas educativos. A ella se asocia el pensamiento crítico, la imaginación y la creatividad como insumos centrales de la vida democrática.


La prisa de quienes apuestan a resolver una cuestión tan compleja bajo el signo de lo trágico y urgente aparece mediada por los valores del ajuste, el rendimiento y la competitividad. En ello hay, además de un proyecto social implícito, un innegable empobrecimiento de los fines, de los análisis y de los indicadores de la educación. Impulsar un debate abierto es el modo de defender una educación vinculada a la generación de más democracia, de ciudadanos comprometidos por la inclusión, la igualdad y la calidad de vida para todos.






Autor
Adrián Cannellotto
Rector de la Universidad Pedagógica


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